OPINIÓN

Cómo conocí a Guadalupe Parrondo y mi paso por la cárcel

Germán Muñoz

 

El recuerdo de cómo conocí a Guadalupe Parrondo, me asaltó súbitamente hace un par
de noches después de un ejercicio onírico involuntario. Fue una pesadilla tachonada de
tragedia y salida de quién sabe dónde.

Estaba en brazos de Morfeo, probablemente en aquello que llaman la fase REM cuando
de pronto, reconocí a mi alrededor el diminuto apartamento parisino en el barrio de St. Lazare,
a donde llegué alguna vez con Ana a visitar a nuestro querido amigo Leonel, fallecido muy
joven cuando despuntaba como un productor cinematográfico muy exitoso que pisaba ya la
alfombra roja en festivales como el de Cannes.

En ese mismo apartamento, Leonel nos había recibido cuando me alcanzó la noticia el
1 de enero de 1994 del levantamiento zapatista en Chiapas. Mi memoria registra el hecho con
nitidez así como la cruda épica que había pescado tras la borrachera de la noche anterior
celebrando la llegada del Año Nuevo.

Caprichosas como suelen ser las representaciones del inconsciente, el ocupante del
departamento en mi sueño era un extraño joven, exageradamente delgado, de melena negra y
barba hirsuta quien hacía el acto temerario de dirigir en cuclillas, empinado en la cornisa del
breve balcón, la operación de 3 fornidos mudanceros para hacer subir un piano de cola Mason
& Hamlin con poleas y una trabe. Había gruesos cabos atados al descomunal mueble, y yo
podía ver como al joven lo consumía la angustia. El se sostenía con las uñas, estiraba el cuello
dejando ver la carótida en tensión y adelantaba la vista desafiando al vacío. Los tonos
claroscuros de mi sueño combinaban la luz perfecta que suele adornar a las tragedias.

Las poleas parecían servir a su propósito cuando súbitamente, los amarres alrededor
del piano se desbarataron y el piano se precipitó con un estruendo casi telúrico, porque hasta
el piso del departamento se sacudió con el sonido sordo de cuerdas y aparejos en un extraño
acorde ensordecedor. No salía yo de mis asombro cuando ví demudado como el dueño del
piano se arrojaba o más bien, se dejaba caer al vacío, poseído al parecer por la mayor
deseperanza. Ahí me desperté y empecé a masticar el mensaje de mi retorcido Yo profundo
hasta que deduje que había hecho una asociación entre el piano y Guadalupe, mi amiga
pianista y las circunstancias -digamos singulares-, en las que la conocí.
Nacida en Lima de madre peruana y padre mexicano, Guadalupe se ha consagrado
como una de las mejores virtuosas continentales. Quien me condujo a su encuentro fue un
amigo al que rodeaban la parranda sicodélica y la catástrofe de manera inexorable. El era
Jorge Monterrubio, quien fue mi primer jefe cuando a finales de 1976 empecé a trabajar en la
Gaceta UNAM.

Jorge era un personaje volcánico. Brillante, pero ciudadano de un lugar situado en
frontera con la locura. Lo apodaban ¨La Ardilla¨ y su especialidad era desafiar anárquicamente
toda imagen de autoridad. El pobre Jorge era pasto de pasiones que lo atormentaban y que lo
hacían a veces una persona impredecible e inquietante. Su mirada daba para determinar a
veces un estado clínico, como cuando me hablaba de su teoría sobre la muerte térmica del
universo. Sin embargo, yo lo quise como amigo a pesar -o a causa- de esa disipación mental a
veces con trazos geniales. También fuímos cómplices para sabotear el orden de las cosas.
Jorge era contemporáneo de mi primo Alfredo Mustieles y de Gerardo Dorantes en la Facultad
de Química y con ellos, disfrutó de cierta tutela del Dr. José F. Herrán, quien impulsó la
transición de la Escuela Nacional de Ciencias Químicas (ENCQ) a Facultad de Química de la
UNAM. En esa mismo grupo estaban Roberto Arrache, Polo Silva (príncipe consorte y
funcionario sempiterno de la Universidad y ahora presidente de los PUMAS), y Fernando
Galindo. Este último fungió alguna vez como director de Difusión Cultural y se volvió popular
cuando alguien le dijo que sería incontornable que Carmina Burana se presentara dentro del
programa de la sala Nezahuálcoyotl, Fernando dijo: ¨claro! Contáctenla y averiguen cuánto
cobra por presentación…¨)

Sin embargo, Jorge que era harina de otro costal, vivía un tanto al margen de sus
contemporáneos y un buen día me pidió que lo acompañara para pasear a una amiga que
acababa de llegar de Lima con su mamá. Yo no tenía la mínima idea de quién se trataba, pero
de inmediato acepté y esa noche cuando salimos de la oficina, nos enfilamos en el Valiant azul
todo desvencijado que manejaba licenciosamente Jorge, a descubrir la noche en uno de los
sitios en el que siempre me ha rondado el diablo muy de cerca: la Plaza de Garibaldi.
Llegamos directo al lugar del encuentro que no era otro que el famoso ¨Tenampa¨ en
donde el repertorio de José Alfredo Jímenez es una liturgia beoda que se corea toda la noche,
preferentemente bien flameado. A los pocos minutos llegaron Guadalupe Parrondo y su mamá,
Doña Estela Corcuera y sin mediar mayores introducciones, ordenamos los primeros tequilas
que vinieron seguidos de una conversación a gritos que liquidamos rápidamente para cantar a
gritos ¨El Rey¨ y muchas otras.

Desde las primeras notas Guadalupe me dio cuerda: ¨oye…pero si tu tienes voz! Buena
voz! Tienes registro de barítono!¨ Mi ego se infló y más me dí al tequila cuanto más trataba de
impresionar a Guadalupe y a su mamá. Al final, ya bien chachalacos, Guadalupe me insistió y
me dió una nota escrita de su puño y letra para que fuera yo a ver a una profesora de canto,
una gorda italiana que parecía Gargantúa. Era bien conocida suya y muy apreciada en el medio
operístico. El nombre de la famosa profesora no lo recuerdo y si trato de evocar su presencia,
solo consigo ver su mofletudo contorno.

La famosa maestra resultó ser una bruja. Con todo y sus credenciales, la mandé al
carajo rápido cuando me recibió pidiéndome que le diera una muestra de mi talento, pero
utilizando un tono que encontré ofensivo: ¨intenta algo que no sea una de esas mamarrachadas
de boleritos o canciones rancheras.¨ Eso sí que me tocó en el amor propio y sentí un golpe
súbito de sangre en mis sienes.

Ya encolerizado e inseguro canté ¨Torna a Sorrento¨ hasta que
me interrumpió. La línea final del epitafio de mi ¨no carrera¨ como cantante, se escribió con la
exigencia de la maestra ¨Doña Pedorra¨, de que tenía yo que aprender italiano y alemán antes
de internarme en las notas del solfeo. Me despedí mentándole la madre, pero eso no obsta
para que siga agradecido con la Parrondo por su entusiasmo para alentarme.
Aquella noche en ¨El Tenampa¨ se nos escurrió igual de prisa que los caballitos de
tequila. Intoxicados y felices, Jorge y yo nos despedimos después de la medianoche de
Guadalupe y Doña Estelita y nos encaminamos de nuevo al sur de la ciudad. Jorge iba
manejando el Valiant con la mano izquierda en el volante y la derecha la usaba para forjarse un
churro de mota al mismo tiempo. Distraido como iba, terminó por meterse en sentido contrario
en la obra de lo que estaba por convertirse en el Eje Central (la modernidad obligó a capitular a
la tradición y esa emblemática avenida dejó de llamarse San Juan de Letrán). Jorge no había
avanzado más que unos metros a contrasentido cuando una patrulla policíaca nos dió alcance
cerrándonos violentamente el paso.

Los dos gandules disfrazados de pitufos (era la época del
infausto ¨general¨ Durazo), se bajaron raudos para tomar a Jorge de las greñas, llevárselo
arrastrando a la patrulla y emprender su camino a una delegación que estaba por Fray
Servando Teresa de Mier. Por unos segundos quedé estupefacto viendo la escena, pero mi
indignación inflamada con los tequilas, me empujo de inmediato a pasarme al volante del
Valiant y seguir muy de cerca y de manera temeraria a la patrulla. Nada más llegamos a la
puerta de la delegación y luego de cerciorarme de en dónde metieron a Jorge, me fuí a
estacionar y entré gritando que aquello era un atropello y que exigía ver a mi amigo. Para mi
mala suerte, todos los presentes eran policías uniformados y los que no, eran de los llamados
judiciales vestidos de civil que me saltaron encima y me llevaron en vilo a un cuarto junto con
Jorge. Ahí, a merced de esa caterva, empezaron las amenazas de ponerme la madriza de mi
vida a cachazos de pistola.

Al poco tiempo nos pusieron ante el juez cívico y este determinó que Jorge debía pagar
una multa e irse a su casa, mientras que a mí, el juez me mandó a pasar 36 horas
incomutables en la cárcel que se encontraba en la esquina de las calles de Victoria y
Revillagigedo. Hoy ése lúgubre palacio es el Museo de la Policía y asesinos seriales. En el
fantasmagórico edificio fue también donde el 21 de agosto de 1940, murió León Trosky, el
otrora jefe del Ejército Rojo luego de los pioletazos que le descargo Ramón Mercader en la
cabeza en su casa de Coyoacán.

Cuando llegué a la celda atestada y con 4 literas de cemento enmedio de la
madrugada, estaba aterido de frío, con sed y ya con la cruda anunciándose con un terrible
dolor de cabeza. Como pude encontré mi espacio lo más lejos de la letrina que se abría en el
suelo y a salvo de los infelices que juzgué como los más feroces compañeros de encierro. Las
horas transcurrieron y llegamos al sábado.

¿Cómo explicarle a alguien que nunca ha sufrido este tipo de encierro, la manera en la
que el tiempo se transforma? El patio frente a la celda estaba cubierto de una especie de
techo corrugado de fibra de plástico verde que no daba ninguna pista sobre la intensidad de la
luz del sol, de manera que no sabía qué hora podía ser. La luz que en México lo es todo, pero
en ese rincón no era más que una agonía perpetua. La sensación de vida en pausa, lo mismo
que deben sentir como la experiencia más terrible quien deveras está preso por largo tiempo.
Como iba transcurriendo la mañana, los otros detenidos fueron saliendo y yo me quedé
solo. Yo había entrado en ese que bien podía ser el castillo de Drácula la noche del viernes y
tenía por delante un largo fin de semana. Mi primer entretenimiento fue el de fantasear que
estaba preso en la Bastilla y que sería ejecutado junto con otros en la guillotina al día siguiente.
Siempre me da por las hipérboles para matizar el ridículo. Luego mi mente empezó a saltar
entre personajes del crimen que fueron en su momento famosos y quienes poblaban las
portadas de Alarma! y otras publicaciones de la llamada ¨página roja¨. Así pensé en las
Poquianchis, en el Pelón Sobera de la Flor, la Tamalera Infernal que hizo tamales al marido y
otras personalidades de infausta celebridad. También se me vino a la mente un cuento de Allan
Poe en donde a alguien lo dejan emparedadedo vivo en un muro.

En algún momento mis carceleros me dejaron deambular libremente por el patio, pero
de repente ese espacio se llenó de un grupo de 6 ó 7 tipos vestidos de mujer que empezaron a
acosarme, por lo que pedí que me encerrarán con llave en mi celda por si las moscas. No
había venido a parar aquí para perder la virtud.

Yo empezaba a desesperarme porque esperaba que Jorge se hubiera dedicado a venir
en mi ayuda, pero nada. Después me enteré que el canijo Jorge se había ido a su casa
tranquilamente a dormir y que se había olvidado del tema hasta que yo le hablé el domingo
para mentarle la madre. Para mi suerte, el mismo sábado pude hacer una llamada a mi primo
Alfredo quien -no sé cómo-, logró que me dejaran en libertad ya tarde por la noche.
Cuando llegué a casa de mis papás, apestaba como si me hubiera echado un clavado
en la letrina de mi celda. Nunca aprecié más un baño como ésa vez y por la noche hice el
juramento mil veces fallido, de no volver a tomar. Fue cuando entendí aquello de la ¨enmienda
del borracho¨ que dura lo que dura la cruda.

A Guadalupe la volví a ver en una docena de conciertos en la sala Netzahualcóyotl y
Bellas Artes en diferentes épocas y siempre se reía cuando le contaba la historia después de
que nos despedimos esa noche de parranda y arrebatos líricos en Garibaldi. A ¨La Ardilla¨ lo
perdí de vista, aunque hace poco tiempo supe que había fallecido. Lo que no dije antes, pero
que inevitablemente debo mencionar a manera de epílogo es que Jorge con todo, me enseño
una forma de independencia de los demás con un gran saldo de amargura. Hay muchas
formas de ser libre, y algunas de ellas son como una enfermedad que duele. Tal vez el sueño
que describí al principio fue una forma también de evocar la memoria de Jorge, dueño de un
sino entre trágico y romántico como el del joven que soñé arrojándose de la cornisa luego de
que su piano de cola se desplomara.

 

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