El alma de la teoría y de la práctica neoliberales es la privatización de los bienes públicos. O, dicho de otro modo, la apropiación por los particulares de los bienes colectivos. La primera medida económica del gobierno ex soviético, a cuyo frente quedó Boris Yeltsin, fue la privatización de las empresas hasta entonces propiedad del Estado: tierras, aguas, minas, bancos, fábricas.
Pero también la salud, la educación, el agua potable, electricidad, líneas aéreas, vías de comunicación y medios de transporte. La privatización lo abarcó todo. Y llegó hasta las cárceles. En México pasó lo mismo, sólo que diez años antes: a partir de 1982.
En tierra azteca este proceso de rapiña llegó a su fin con el gobierno de López Obrador. Primero, y como a todos nos consta, cesaron las privatizaciones. Pero la siguiente tarea es revertir muchas de ellas, sobre todo las realizadas con métodos mafiosos. Y como aquellas que sin ser formalmente privatizaciones dejaron el control y la gestión de muchos bienes y servicios públicos en manos privadas. Privatizaciones camufladas, travestidas, maquilladas.
Las prisiones son un buen ejemplo de esta modalidad privatizadora. Como también el huachicoleo (la venta subrepticia de combustibles robados a la empresa estatal respectiva). Y otra muestra de estas privatizaciones camufladas son la organización y gestión de tareas esencialmente públicas por organizaciones e instituciones privadas (como las pensiones de los trabajadores y los procesos electorales). En estos dos casos, y en muchos más, el camuflaje preferido ha sido la autonomía: tareas y financiamiento público y gestión y ganancias privadas.
La gestión de los asuntos públicos como negocio privado. Modernos caciques con cara bonita y trajes bien cortados que ya otean en el horizonte que el negociazo llega a su fin. Y piensan que hay que defenderlo con todos los recursos de la guerra sucia: propaganda negra, falsas noticias, calumnias, exageraciones, injurias, descalificaciones, comparaciones absurdas. Y todo ello con el inestimable respaldo de las modernas redes sociales regenteadas por la derecha, y de los medios de comunicación tradicionales regenteados por el conservadurismo.
Pero con la Cuarta Transformación el proceso desprivatizador no tiene marcha atrás. Toca su turno a las privatizaciones camufladas. Aunque la derecha proteste ante el atisbo de que el negocio llegó a su fin.
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